miércoles, 21 de octubre de 2009

José Mª Amigo Zamorano: Releyendo Silja de Silampää


Teniamos, ahí, en la memoria, a Silja como a aquel niño que recordamos de nuestra niñez: un niño, tierno, debil, amable, frágil...
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Alguno nos dirá ¿quién es Silja? Con toda la razón.
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Silja es el personaje de una novela del mismo título del Premio Nobel finlandés Fran Emil Silampää. Un personaje femenino. Ahora la hemos vuelto a leer. Y, renocemos, se nos habían quedado muchos detalles. Quizás hicimos una lectura rápida. O nuestra memoria que no retiene bien los detalles. Pero en conjunto el recuerdo es un recuerdo fiel. O casi.
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Teníamos, como ya hemos dicho, guardado en el magín del cerebro a un ser delicado. Y así es.
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Este personaje que muere joven, con apenas 25 años, nos hace recordar aquellos versos de Machado (D. Antonio) sobre las encinas: "brotas, derecha o torcida / con esa humildad que cede /sólo a la ley de la vida, / que es vivir como se puede".
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Lo decimos porque a lo largo de la novela se le ve ir desarrollándose a impulsos de esa ley. Desarrollándose o empequeñeciéndose. Que de todo hay.
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Ve morir a sus dos hermanos, a su madre y a su padre. De hija de propietarios, pasa a ser sirvienta. Luego le pilla la lucha de clases en Finlandia por el año 18. La guerra civil entre rojos (los obreros como ella) y blancos (propietarios como lo fuera su familia) y sin querer traiciona a uno de los suyos, a un aparecero.
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Se enamora y el amor se le va. Con su recuerdo vive hasta que se muere. Tosiendo. Con fiebre. Sin cuidados médicos. No los había. Los obreros, los proletarios, no tenían medios para curarse.
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Esa brevedad de la vida se nos aparece como las cortas estaciones de la primavera o del verano. No hemos vivido en Finlandia pero se nos ocurre que, tal vez, no sea muy larga la temporada en que las flores tienen para desarrollarse. De modo que en poco tiempo tienen que nacer, vivir y morir. Un vivir rápido hasta extinguirse.
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Nosotros tomamos a Silja como una flor y nos la pusimos en el ojal. Y allí la hemos tenido. Para ver si con nuestro calor se curaba. No queriendo que se nos fuera. Pero sabiendo que, como aquel niño que recordamos siendo niños, se tendría que ir. Y nos dejaría. Llorando. Desconsolados.
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¡La vida!... ¡Es así de cruel!... ¡Qué le vamos a hecer!...

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