viernes, 27 de noviembre de 2009

José Mª Amigo Zamorano: Al paso de Anábasis

Nosotros, digo yo, buena gana de pluralizar el sentimiento que me brota al conocer y comprender que hay otras hermosas realidades que puedo incorporar a la mía sin grandes contradicciones.
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Yo, digo nosotros, buena gana de singularizar el brote arcoirisado, ideal de la materia, de la que estamos hechos, y que antes de la llegada del Extranjero nos ocultaba esa unilateralidad de los rayos del sol lanzados a este oscuro rincón.
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Nosotros, y yo mismo, avivados por los rumores traídos por el forastero, que pasaba por aquí, adquirimos, también, la multilateralidad de la luz haciendo de nuestra nación, de nuestra patria chica, un pequeño universo donde los sueños han tenido otro significado; como, por ejemplo, si tuvieran un poder sugeridor de amplias avenidas, calles luminosas... es decir: concepciones, puntos de vista, apreciaciones... libres de intereses de propiedad privada; sueños de terrenos comunales para poder satisfacer bocas llenas de deseos de pan, de paz y de libertad.
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A quien no ha sentido esa arcoirisada paleta, no ha tenido el prisma óptico delante de sus ojos y no ha visto descomponerse la luz en los colores del espectro solar, no saldrá nunca de la estrecha y avara carcajada, y, por lo tanto, no podemos concederle estatuto de camaradería. En el nosotros, claro, me incluyo.
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El poeta de Anábasis ha proseguido con su canto:
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"... Mas yo rondaba por la ciudad de vuestros sueños y establecía en los mercados desiertos ese puro comercio de mi alma, entre vosotros
invisible y frecuente como una fogata de espino bajo el viento.
¡Tú cantabas, poder, en nuestras rutas espléndidas!... "En la delicia de la sal se hallan las lanzas del espíritu... ¡Avivaré con sal las bocas muertas del deseo!
A quien no ha bebido, alabando la sal, el agua de las arenas en un casco,
poco crédito le concedo en el comercio del alma..." (Y no se nombra al sol, mas su poder se halla entre nosotros.)"(*)
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Alumbrado el mundo así, de esa manera objetiva, nos vienen al recuerdo distintos tipos, muy variopintos, ricos todos ellos en matices nunca antes percibidos, ni presentidos; como por ejemplo aquel campesino quien, a la caída de la tarde, en invierno, nos hizo notar la alegría que produce el alimentarse de nueces, partidas en la mesa camilla, para apartar de si la tristeza que le embarga cuando la luz se muere tan pronto.
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Ese mismo quien, en el verano, se henchía de gozo por la amanecida, muy a primeras horas del día, cuando, en un descanso del trabajo, en la recolección de la algarroba, para desayunar pan con chocolate, al ver asomar la primera luz, los primeros rayos de sol, tras la línea del horizonte, al tiempo que las chimeneas de la alquería iban arrojando, paulatinamente, columnas de humo azulado, rectas, por las chimenas, hablaba de esta guisa:
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-Ahora es la alegría, el contento, el gozo... nos inunda y se derrama para afuera del alma, como hago yo, en este instante, contigo. Ahora, te digo, y no en el invierno cuando ya, a las cinco de la tarde, comienza la noche, la oscuridad, las tinieblas se nos echan encima y nos aplastan... el alma se entristece, el ánimo se achica...
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Cada personaje a su modo y manera.
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Nos acordamos, también, de aquel obrero que ganaba lo justo para si y para su familia; aquel trabajador de la gasolinera que, embargado por la conmiseración, movido por la fraternidad, empujado, quizás, por la conciencia de clase y comprendiendo la locura del joven que tenía enfrente; joven que se había ido de casa de sus padres sin medios para sobrevivir; joven que hasta acababa de bajar a la orilla del río, donde habían comido unos escolares (de excursión sin duda) para ver si encontraba algún resto de comida que llevarse a la boca; y no, no había encontrado nada, ni restos; este trabajador, este obrero de la gasolinera, le dio de beber agua del botijo.
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-¡Coño, lo que me pidió!
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Mas luego, al charlar con él, al comprender su situación, en un arranque de desprendimiento, de generosidad, de solidaridad... se palpó los bolsillos y le ofreció todo el dinero que tenía.
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-Tu no sabes lo dura que es la vida... o puede serlo.
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Y tras esa dádiva se sintió contento, dichoso...
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En fin, muchas gentes, muchos detalles, muchos colores... Gentes de todo color, condición, oficio...
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No siendo de los oficios menores en importancia, y hay que alabarlos, aquellos que buscaban y descubrían razones para ponerse en marcha. Como este Extranjero. Que pasaba.
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Saint John Perse nos dijo en su Anábasis:
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"Hombres, gentes del polvo y de toda condición, gentes de ocio y de negocio, gentes de los confines y gentes de más allá, oh gentes de poco peso en la memoria de estos lugares; gentes de los valles y de las mesetas y de las más altas laderas de este mundo en la prescripción de nuestras orillas; husmeadores de signos, de semillas, y confesores de vientos al Oeste; seguidores de pistas, de estaciones, alzadores de campamentos en la brisa del alba; oh buscadores de puntos de aguasobre la corteza del mundo; oh buscadores, oh descubridores de razones para ponerse en marcha,
no traficais con una sal más fuerte cuando, por la mañana,, en un presagio de reinos y de aguas muertas altamente suspendidas sobre las humaredas del mundo, los tambores del exilio despiertan en las fronteras
a la eternidad que bosteza en las arenas." (*)

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(*) Anábasis en el libro Poemas (Anábasis. Exilio. Crónica. Canto para un equinocio.). Autor: Saint-John Perse; editorial Lumen, Barcelona, primera edición de 1988; edición bilingüe; traducción y prólogo: Enrique Moreno Castillo

martes, 3 de noviembre de 2009

Massimo D'azeglio: El Sepulturero Hambriento (*)



Un hombre vestido con una capa oscura toda descosida, con los rojos cabellos en desorden y un rostro de triste augurio, estaba parado en medio de la sacristía y, vuelto hacia un fraile dominico que ocupaba con su corpulencia todo un sillón de cuero colocado entre uno y otro armario, mueble corriente en aquellos lugares, le preguntaba con hablar rudo y voz basta y penetrante:

-¿Cuáles he de preparar, la de los pobres o la de los señores?

-¡Bonita pregunta! -respondió el fraile, y la sola parte que se movía en su cuerpo eran los labios-. ¿No sabes que el señor Gonzalo corre con los gastos? No se trata de uno de esos muertos de hambre de Barletta que para no tener que pagarle nada al clero se hacen enterrar como pobres. De primera clase, ya os lo he dicho a todos, de primera clase, campanas, catafalco y misa cantada. Me parece que estáis hoy todos más tontos que de costumbre.

El otro se encogió de hombros y, habiéndose dirigido hacia uno de los lados de la sacristía, se quitó de la vista de Fieramosca, pero éste oyó meter la llave en una puerta y abrirla; luego distinguió un rumor de pasos que se alejaban, y durante algunos minutos no oyó otra cosa; poco después los mismos pasos que regresaban con un arrastrar como de cosa empujada sobre el suelo; el estrépito avanzó hasta que volvió a aparecer el mismo hombre tirando de un catafalco negro que dejó en medio de la sacristía, y el cual tenía unos filetes de plata y una cruz a la cabecera, y a los pies un cráneo envuelto entre dos huesos colocados allí a la manera de cruz de San Andrés. Arrojó encima del catafalco una cubierta de terciopelo negro, después que con un paño hubo sacudido el polvo. Mientras el sepulturero cumplía este oficio con esos modales despreocupados y ese malhumor que, con demasiada frecuencia, se nota en los servidores de las sacristías, una idea alegre encontró forma, sin embargo, de contraerle en una sonrisa la piel que le cubría los huesos de las mejillas.

-Por tanto, también esta vez habrá bebida para mí. Hace mucho tiempo que no hay otro trabajo que el de marinero o pescador... Demos gracias a Dios de que, de vez en cuando, se acuerda de uno de estos... -se volvió de pronto, casi temiendo ser oído, y en voz baja siguió-: de estos peces gordos.

-A todos les toca la vez -dijo el fraile, cortando la frase en dos con un bostezo.

-Y puede ser -seguía el sepulturero, colocando la cubierta sobre el feretro y apartándose para ver que no colgase más de una parte que de otra-, puede ser que la Beca, esa bruja de mi mujer, se haya salido con la suya. Ayer noche, esto es bueno, estábamos en la cama y hablábamos de que está uno sin nada que hacer y no se trabaja, y que los refajos de la mujer y el sayo nuevo, que me pude hacer con los dineros ganados en la peste, se van a toda prisa. Y ved si es verdad -y así diciendo alzaba las mangas hasta los codos para mostrar con la delgadez de sus brazos la verdad de sus afirmaciones-; bueno, pues decíamos que si seguía la cosa así, dentro de poco estaríamos muertos de hambre. Y esta mañana, antes del Avemaría, mientras me levantaba para bajar a la iglesia, me dice ella: '¿Sabes lo que he soñado?'. '¿Qué has soñado?'. 'Me parecía que la cocina de la hostería de Veleno estaba llena de camas y el posadero era el que estaba más amarillo, y en resumen, que había vuelto la peste y que habíamos levantado cabeza y tú andabas por Barletta vestido como una caballero...'. Y es lo que yo digo, fray Biagio, entre la guerra y la peste, ¿qué diferencia hay? Y puede ser que antes de esta noche... -y al llegar aquí, de nuevo bajó la voz y viendo que desde la iglesia nadie lo miraba, pasándose el pulgar sobre los hombros, señaló hacia los trece jóvenes-, puede ser, en suma, que alguno vuelva a casa sobre el ataud...

El fraile, o porque no había prestado atención o por mantener los derechos de la jerarquía, no se cuidó de responder, con lo que se acabó el diálogo. El sepulturero, cuando hubo puesto en orden todas las cosas, desapareció, y el catafalco se quedó en medio de la sacristía.

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Massimo D'azeglio en 'Héctor Fieramosca'. Título original: Ettore Fieramosca o La disfida di Barletta. Traductor: Mariano Orta, Ediciones Toray, S.A., Barcelona 1968

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(*) Título agregado por nos