martes, 3 de noviembre de 2009

Massimo D'azeglio: El Sepulturero Hambriento (*)



Un hombre vestido con una capa oscura toda descosida, con los rojos cabellos en desorden y un rostro de triste augurio, estaba parado en medio de la sacristía y, vuelto hacia un fraile dominico que ocupaba con su corpulencia todo un sillón de cuero colocado entre uno y otro armario, mueble corriente en aquellos lugares, le preguntaba con hablar rudo y voz basta y penetrante:

-¿Cuáles he de preparar, la de los pobres o la de los señores?

-¡Bonita pregunta! -respondió el fraile, y la sola parte que se movía en su cuerpo eran los labios-. ¿No sabes que el señor Gonzalo corre con los gastos? No se trata de uno de esos muertos de hambre de Barletta que para no tener que pagarle nada al clero se hacen enterrar como pobres. De primera clase, ya os lo he dicho a todos, de primera clase, campanas, catafalco y misa cantada. Me parece que estáis hoy todos más tontos que de costumbre.

El otro se encogió de hombros y, habiéndose dirigido hacia uno de los lados de la sacristía, se quitó de la vista de Fieramosca, pero éste oyó meter la llave en una puerta y abrirla; luego distinguió un rumor de pasos que se alejaban, y durante algunos minutos no oyó otra cosa; poco después los mismos pasos que regresaban con un arrastrar como de cosa empujada sobre el suelo; el estrépito avanzó hasta que volvió a aparecer el mismo hombre tirando de un catafalco negro que dejó en medio de la sacristía, y el cual tenía unos filetes de plata y una cruz a la cabecera, y a los pies un cráneo envuelto entre dos huesos colocados allí a la manera de cruz de San Andrés. Arrojó encima del catafalco una cubierta de terciopelo negro, después que con un paño hubo sacudido el polvo. Mientras el sepulturero cumplía este oficio con esos modales despreocupados y ese malhumor que, con demasiada frecuencia, se nota en los servidores de las sacristías, una idea alegre encontró forma, sin embargo, de contraerle en una sonrisa la piel que le cubría los huesos de las mejillas.

-Por tanto, también esta vez habrá bebida para mí. Hace mucho tiempo que no hay otro trabajo que el de marinero o pescador... Demos gracias a Dios de que, de vez en cuando, se acuerda de uno de estos... -se volvió de pronto, casi temiendo ser oído, y en voz baja siguió-: de estos peces gordos.

-A todos les toca la vez -dijo el fraile, cortando la frase en dos con un bostezo.

-Y puede ser -seguía el sepulturero, colocando la cubierta sobre el feretro y apartándose para ver que no colgase más de una parte que de otra-, puede ser que la Beca, esa bruja de mi mujer, se haya salido con la suya. Ayer noche, esto es bueno, estábamos en la cama y hablábamos de que está uno sin nada que hacer y no se trabaja, y que los refajos de la mujer y el sayo nuevo, que me pude hacer con los dineros ganados en la peste, se van a toda prisa. Y ved si es verdad -y así diciendo alzaba las mangas hasta los codos para mostrar con la delgadez de sus brazos la verdad de sus afirmaciones-; bueno, pues decíamos que si seguía la cosa así, dentro de poco estaríamos muertos de hambre. Y esta mañana, antes del Avemaría, mientras me levantaba para bajar a la iglesia, me dice ella: '¿Sabes lo que he soñado?'. '¿Qué has soñado?'. 'Me parecía que la cocina de la hostería de Veleno estaba llena de camas y el posadero era el que estaba más amarillo, y en resumen, que había vuelto la peste y que habíamos levantado cabeza y tú andabas por Barletta vestido como una caballero...'. Y es lo que yo digo, fray Biagio, entre la guerra y la peste, ¿qué diferencia hay? Y puede ser que antes de esta noche... -y al llegar aquí, de nuevo bajó la voz y viendo que desde la iglesia nadie lo miraba, pasándose el pulgar sobre los hombros, señaló hacia los trece jóvenes-, puede ser, en suma, que alguno vuelva a casa sobre el ataud...

El fraile, o porque no había prestado atención o por mantener los derechos de la jerarquía, no se cuidó de responder, con lo que se acabó el diálogo. El sepulturero, cuando hubo puesto en orden todas las cosas, desapareció, y el catafalco se quedó en medio de la sacristía.

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Massimo D'azeglio en 'Héctor Fieramosca'. Título original: Ettore Fieramosca o La disfida di Barletta. Traductor: Mariano Orta, Ediciones Toray, S.A., Barcelona 1968

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(*) Título agregado por nos

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