Era la primera vez que tomaba posesión de una escuela, después de haber aprobado las oposiciones brillantemente.
A pesar de haber preparado, concienzudamente, la maleta, se le había olvidado el cepillo de dientes. Había mirado y remirado entre las prendas que se apilaban encima de la cama; había hurgado en los bolsillos; y nada, no aparecía el cepillo.
Y este hecho, aparentemente anodino, le había producido un malestar del que no podía liberarse fácilmente a pesar de los esfuerzos que hacía; no era por el cepillo en si, que también, sino porque no encontraba explicación a su descuido.
Recordaba haber cogido el lápiz y escrito, uno por uno, todos los utensilios que necesitaba para vivir en ese pueblo; recordaba igualmente el cuaderno; lo recordaba porque había dudado entre comprarse uno nuevo o hacerlo en el que, desde que estudiara el bachillerato, siendo una joven pipiola, había destinado para volcar sus inquietudes; y que finalmente se decidió por esa especie de diario que guardaba, celosamente, y que, de vez en cuando, palpaba y hojeaba con cariño. Y es que allí recogió los sentimientos que le embargaron al morir su padre; y que mas natural sería que guardara recuerdos también de este acontecimiento -como los guardó de aquel- que, con el paso tiempo, iba a ser decisivo en su vida -qué duda cabe- hasta el momento en que, el Misericordioso Alá, la llamara a su seno como lo había hecho con su padre, que en gloria esté.
2. La Cuerda
¡Ah, su padre!: su muerte fue un golpe duro, terrible, para ella; cómo decirlo, como una losa gigantesca que se le vino encima; de repente se dio cuenta lo inerme que estaba ante la vida; esa vida que había pasado dulcemente, sin las mordidas que da a los más humildes, esos que ella había llamado pobres, con una mezcla de conmiseración y de desprecio...; y de repente ¡zas! comprende que ella se encontraba entre esa misma franja de la sociedad que tiene que ganarse el pan atada a un trabajo, a un sueldo, como el resto de pobres de la tierra.
Se rompió el paracaídas que era su padre y se encontró al raso. Debía de cuidar de ella misma de lo contrario nadie la iba a cuidar. Y el olvido del cepillo no era un buen augurio.
Su padre, militar de profesión, no era una persona rica; de manera que al morir, la paga que le quedó a su madre viuda, no llegaba, o llegaba a duras penas, para pasar el mes, por lo que, a ella, su madre, la envió con la abuela...; además su padre había sido un pilar básico para todos ellos; más que un pilar, todo un paracaídas como ya se ha dicho, que les protegía de cualquier adversidad; es mas, si algún contratiempo se abatía sobre la familia, no llegaba a ninguno de los hijos; o cuando se enteraban, si se enteraban, la tormenta ya había pasado.
Verdaderamente fue todo un sólido paracaídas.
Eso de paracaídas era una palabra que siempre utilizaba su padre que había servido en el arma de aviación; bien es verdad que en servicios auxiliares y jamás había subido a un avión y menos, claro está, se había lanzado en paracaídas; pero le parecía muy apropiado usar esa palabra para hacer ciertas comparaciones y, a decir verdad, que en este caso le venía como anillo al dedo; su padre fue, para ellos, un pilar y un paracaídas y su muerte se dejó notar en la casa que, a partir de entonces, ya no fue la misma.
Y no fue porque la madre, débil de carácter, no supo seguir con la disciplina que el padre había implantado, quizá como un reflejo de la milicia; los hermanos se rebelaban a menudo; y la madre no sabía, no podía o no quería enfrentarse a ellos y los dejaba a su libre albedrío; mas de una vez, ella, había tenido que llamarles la atención; a pesar de no convivir con sus hermanos, sino, como ya se ha dicho, en casa de la abuela, le sublevaban la indisciplina y falta de respeto a su madre.
--¡Si padre viviera!, exclamaba.
Tenía verdadera fijación por el difunto padre; ya en vida la había tenido igualmente; y todos los valores del progenitor se habían vuelto a reencarnar en ella.
Por eso, el olvido del cepillo de dientes, le había afectado tanto; a su modo de ver era un ultraje a la memoria de su padre que, acostumbrado al trabajo de los servicios auxiliares, le había inculcado la meticulosidad en todas sus tareas, la labor bien hecha y sin un fallo, según él la entendía; el secreto está en la organización rutinaria, solía decir; y se enfadaba si ella dejaba algo a la improvisación.
Por ello había organizado su marcha, casi militarmente; entendida la milicia igual que su padre; de manera que ese fallo absurdo le había desequilibrado; sabía que había otras cosas de mayor entidad que el cepillo de dientes; pero, sin ser vital, resultaba imprescindible para prevenir un montón de enfermedades que comenzaban en la boca; su padre, sin duda, habría censurado su imprevisión; imprevisión no era la palabra exacta, ya que figuraba en la lista del cuaderno, como se ha apuntado, sino atolondramiento; se había dejado llevar por la emoción de ser libre por primera vez; por la emoción de ganar su primer sueldo.
Decididamente, no se lo iba a perdonar mientras viviera.
3. El Ahorcamiento
Miró un momento la habitación, por ver si en algún rincón de la misma lo había dejado abandonado; la señora de la casa, donde había encontrado alojamiento, mirando al esposo, se había apresurado a ofrecerle el cepillo de su hijo.
--"No se preocupe, señorita, cuando venga mi hijo del campo le dejará el suyo".
No supo contestarle con una negativa rotunda; es mas, no supo qué contestarle; y para ella, tan generoso ofrecimiento, era una amenaza de muerte.
Amenaza que se haría realidad en cuanto viniera el hijo de arar con las mulas, ¡El Altísimo lo remedie!; lo terrible es que no tendría escapatoria, ni paracaídas con que cubrirse, ¡Oh, Jehová, el de Suprema Bondad!, puesto que el lavabo común, no había otro, estaba en la cocina; una cocina amplia que tenía, en su frente, un hogar con chimenea y, a ambos lados, dos escaños; uno de ellos servía para poner las comidas del día; ahora no recordaba si a la derecha o a la izquierda estaba el fregadero; pero, al lado, había un lavabo con palancana o jofaina; allí tendría que lavarse los dientes, ¡El Señor del Universo no lo quiera!, a la vista de toda la familia, con el cepillo del hijo; solo de pensarlo le daban mareos; el techo se le vino encima y se tuvo que agarrar al respaldo de la silla, ¡Dios le perdone sus pecados!...
Había cenado sin ganas, siempre pensando en el cepillo de dientes del hijo de la señora; su corazón le había latido con bastantes pulsaciones; el hijo, para más inri, era tonto perdido; tenía la boca oscura cual noche de lobos, y dientes igualmente oscuros, amarillentos y carcomidos, como madera podrida; se lo había presentado el marido de la señora, poco antes de la cena.
--"Si, si, maestra, maestra", "buena, buena", -le había dicho él, pasándole su enorme manaza por la espalda.
Un estremecimiento de asco le corrió de arriba a abajo; estremecimiento del que ya se estaba recuperando al comprobar, como comprobaba, el paso del tiempo hablando de mil cosas insulsas y vanales, sin que recordaran u ofreciesen el dichoso cepillo de dientes. ¡Alabado sea Yavé!.
Se levantó para irse a la cama.
Estaba muy cansada del viaje y las emociones. No aguantaba mas.
--"Hasta mañana, si dios quiere; y que ustedes descansen", dijo despidiendo a los dos comensales.
--"Buenas noches, señora", añadió a la que estaba fregando.
La aludida se limpió las manos con la rodilla. Se dio la vuelta y, con la sonrisa en los labios, pronunció obsequiosamente:
--Tome, señorita.
Y le alargó el cepillo de dientes de su hijo.
La maestra de escuela, desbocado el corazón por mil latidos, emitió un sonido gutural, puso amarillenta su cara, cayendo al suelo, fulminada, todo lo larga que era.
El tonto, asustado por los gritos de su madre, con lagrimones en los ojos, repetía:
--"Maestra buena, buena".
Y se la quedó mirando con su oscura, podrida y desvencijada boca.
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