Para una antología contra el racismo
*
El que había de ser un clásico de la literatura japonesa, Ryunosuke Akutagawa, nació el año de 1892, hizo un tránsito fugaz por la tierra y luego se suicidó en 1927.
Fue miembro de un grupo literario formado en torno a Natsume Soseki, famoso escritor que enseñaba en la Universidad de Tokio la doctrina del 'Sokuten Syoshi', según la cual, la felicidad sólo se halla en la contemplación imaginativa. Esta doctrina llegó a fascinar a Ryunosuke que, parece ser, había captado esta técnica en los estilos literarios de Prosperó Merimee y Anatole France.
Los entendidos, eso si, advierten en los trabajos de Riunosuke Akatugawa la influencia de Chesterton, Byron e incluso de Keats. Influencia inglesa que no es de extrañar ya que estudió ese idioma en la Universidad de Tokio.
También nos dicen, estos entendidos, que conocía bien los clásicos chinos.
Las traducciones al inglés de las novelas Kashomon y Kappa y el cine, que las ha representado, han proporcionado al público occidental un atisbo de lo que es la obra de Akutagawa. El más prestigioso premio literario japonés lleva su nombre.
Pero nada de eso sabía yo hace quince años, cuando entré en una librería de la ciudad de Irún.
No sé por qué entré allí aquel día. Conocía, eso si, a las dueñas. Eran hijas de maestros y, aunque no he sido muy proclive al corporativismo, en el ambiente profesional se oía, frecuentemente, el nombre de esta librería. Así que, como me gustan los libros, había ido varias veces por allí.
Tengo que decir que hubo una temporada en que no había día que no comprara algún libro, fuera el que fuese. Aquel día, creo, entré por charlar un poco. No a otra cosa. Las dueñas eran dos mujeres encantadoras. Las llegué a apreciar. Aún hoy las recuerdo, y creo que, horadando las distancias, va mi simpatía y ellas la sienten. En fin, la librería, en el Paseo de Colón, fue sustituida por un negocio de chucherías. Yo lo sentí y ellas, a pesar de que ahora (por entonces) ganaban muchísimo, creo que también lo sentían. Pero la vida es así. Contaban que el trabajo en la librería era muy esclavo, y ya se sabe que los esclavos reciben poco del amo.
Cuando llegaban clientes a la librería me retiraba a un lado prudentemente. Miraba las estanterías. Hojeaba los libros... En uno de esos intervalos, mientras esas amigas atendían a los potenciales compradores, me di de bruces con Las Puertas del Infierno, obra que la editorial de Barcelona, Luis de Caralt, publicó en 1965, traducida por A. L. Pérez, de este escritor japonés que comento.
Aún se me pone la carne de gallina. Aún siento un desasosiego que no ha podido borrar el tiempo. La he leído varias veces. No es más que un cuento y sin embargo me estremezco al recordarlo y hasta el estómago se me revuelve: me siento moral y físicamente mal. Después me he enterado, por los que saben de literatura japonesa, que a este escritor le iba un poco lo macabro.
Yo, la verdad, me llevé el libro por lo exótico de la literatura (no sabía nada de ella) y por lo exótico del nombre del autor (porque el nombre se las trae). Supongo que con el mismo exótismo con que ellos verán nuestra literatura y nuestros nombres, vi yo la suya y sus nombres.
El libro quedó arrumbado en casa.
Una noche, por azar, lo comencé a leer. Se trataba de una colección de diez cuentos.
El título del libro lleva el del primer cuento Las Puertas del Infierno: un pintor deforme y malvado vive bajo los auspicios de un gran señor feudal, con una hija preciosa a la que adora: "El amaba tiernamente a su única hija, que era doncella de servicio en palacio. La amaba con devoción, con una ternura que rayaba casi en el desvarío y la locura", se lee en el cuento. A este pintor, deforme y malvado, que ya he dicho, le encargaron que hiciera un cuadro sobre los horrores del infierno. Poco a poco va haciendo su trabajo con extraordinaria y admirada maestría, pues hay que decir que, aunque monstruoso y odiado, todos reconocían en él a un gran artista. Un día "el gran señor de Horikawa, el más grande señor que el Japón tuvo jamás", recibió al pintor, quien le comunicó que no podía terminar el cuadro, pues necesitaba ver para pintar: "Lo que tengo que pintar es el coche de un poderoso señor que, consumiéndose entre llamas, se despeña con una dama dentro". El señor estalló en una risa fresca y le dijo que todo eso lo vería. Algunos días después llevaron al pintor a las afueras de la ciudad. El carruaje estaba preparado. El pintor preparó sus achiperres. Comenzó a arder el vehículo y comenzó a pintar el pintor. El coche se fue deslizando cuesta abajo. El viento agitó las llamas. Un trozo de cortina cayó dejando ver a una dama que, encadenada, se retorcía con la angustia, el miedo y la desesperación en los ojos desorbitados.
En ese momento, el pintor, que estaba de rodillas, saltó sobre sus pies extendiendo las manos, en un intento de precipitarse hacia el carruaje. Los samurais se lo impidieron, lanzándolo atrás.
Era su querida hija la dama del coche que se iba muriendo consumida por el fuego. Víctima inocente por haber rechazado los requiebros amorosos del gran señor de Orikawa.
El pintor terminó su pintura y abandonó el mundo.
Al día siguiente de concluir el cuadro, "el hombre se colgó por el extremo de una cuerda, sujeta a una gran viga".
Estremecedor y elemental como la vida misma.
José Mª Amigo Zamorano es el director de la revista 'Caminar Conociendo'.
LEIDO EN LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', NÚMERO 0-1 DE 1992 SIN PAGINACIÓN. AL PIE DE LA REVISTA APARECE LA FRASE DE JOSÉ HIERRO:
'ESPADAS DESNUDAS.
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Las Puertas del Infierno
de Ryunosuke Akutagawa Por José María Amigo Zamorano
El que había de ser un clásico de la literatura japonesa, Ryunosuke Akutagawa, nació el año de 1892, hizo un tránsito fugaz por la tierra y luego se suicidó en 1927.
Fue miembro de un grupo literario formado en torno a Natsume Soseki, famoso escritor que enseñaba en la Universidad de Tokio la doctrina del 'Sokuten Syoshi', según la cual, la felicidad sólo se halla en la contemplación imaginativa. Esta doctrina llegó a fascinar a Ryunosuke que, parece ser, había captado esta técnica en los estilos literarios de Prosperó Merimee y Anatole France.
Los entendidos, eso si, advierten en los trabajos de Riunosuke Akatugawa la influencia de Chesterton, Byron e incluso de Keats. Influencia inglesa que no es de extrañar ya que estudió ese idioma en la Universidad de Tokio.
También nos dicen, estos entendidos, que conocía bien los clásicos chinos.
Las traducciones al inglés de las novelas Kashomon y Kappa y el cine, que las ha representado, han proporcionado al público occidental un atisbo de lo que es la obra de Akutagawa. El más prestigioso premio literario japonés lleva su nombre.
Pero nada de eso sabía yo hace quince años, cuando entré en una librería de la ciudad de Irún.
No sé por qué entré allí aquel día. Conocía, eso si, a las dueñas. Eran hijas de maestros y, aunque no he sido muy proclive al corporativismo, en el ambiente profesional se oía, frecuentemente, el nombre de esta librería. Así que, como me gustan los libros, había ido varias veces por allí.
Tengo que decir que hubo una temporada en que no había día que no comprara algún libro, fuera el que fuese. Aquel día, creo, entré por charlar un poco. No a otra cosa. Las dueñas eran dos mujeres encantadoras. Las llegué a apreciar. Aún hoy las recuerdo, y creo que, horadando las distancias, va mi simpatía y ellas la sienten. En fin, la librería, en el Paseo de Colón, fue sustituida por un negocio de chucherías. Yo lo sentí y ellas, a pesar de que ahora (por entonces) ganaban muchísimo, creo que también lo sentían. Pero la vida es así. Contaban que el trabajo en la librería era muy esclavo, y ya se sabe que los esclavos reciben poco del amo.
Cuando llegaban clientes a la librería me retiraba a un lado prudentemente. Miraba las estanterías. Hojeaba los libros... En uno de esos intervalos, mientras esas amigas atendían a los potenciales compradores, me di de bruces con Las Puertas del Infierno, obra que la editorial de Barcelona, Luis de Caralt, publicó en 1965, traducida por A. L. Pérez, de este escritor japonés que comento.
Aún se me pone la carne de gallina. Aún siento un desasosiego que no ha podido borrar el tiempo. La he leído varias veces. No es más que un cuento y sin embargo me estremezco al recordarlo y hasta el estómago se me revuelve: me siento moral y físicamente mal. Después me he enterado, por los que saben de literatura japonesa, que a este escritor le iba un poco lo macabro.
Yo, la verdad, me llevé el libro por lo exótico de la literatura (no sabía nada de ella) y por lo exótico del nombre del autor (porque el nombre se las trae). Supongo que con el mismo exótismo con que ellos verán nuestra literatura y nuestros nombres, vi yo la suya y sus nombres.
El libro quedó arrumbado en casa.
Una noche, por azar, lo comencé a leer. Se trataba de una colección de diez cuentos.
El título del libro lleva el del primer cuento Las Puertas del Infierno: un pintor deforme y malvado vive bajo los auspicios de un gran señor feudal, con una hija preciosa a la que adora: "El amaba tiernamente a su única hija, que era doncella de servicio en palacio. La amaba con devoción, con una ternura que rayaba casi en el desvarío y la locura", se lee en el cuento. A este pintor, deforme y malvado, que ya he dicho, le encargaron que hiciera un cuadro sobre los horrores del infierno. Poco a poco va haciendo su trabajo con extraordinaria y admirada maestría, pues hay que decir que, aunque monstruoso y odiado, todos reconocían en él a un gran artista. Un día "el gran señor de Horikawa, el más grande señor que el Japón tuvo jamás", recibió al pintor, quien le comunicó que no podía terminar el cuadro, pues necesitaba ver para pintar: "Lo que tengo que pintar es el coche de un poderoso señor que, consumiéndose entre llamas, se despeña con una dama dentro". El señor estalló en una risa fresca y le dijo que todo eso lo vería. Algunos días después llevaron al pintor a las afueras de la ciudad. El carruaje estaba preparado. El pintor preparó sus achiperres. Comenzó a arder el vehículo y comenzó a pintar el pintor. El coche se fue deslizando cuesta abajo. El viento agitó las llamas. Un trozo de cortina cayó dejando ver a una dama que, encadenada, se retorcía con la angustia, el miedo y la desesperación en los ojos desorbitados.
En ese momento, el pintor, que estaba de rodillas, saltó sobre sus pies extendiendo las manos, en un intento de precipitarse hacia el carruaje. Los samurais se lo impidieron, lanzándolo atrás.
Era su querida hija la dama del coche que se iba muriendo consumida por el fuego. Víctima inocente por haber rechazado los requiebros amorosos del gran señor de Orikawa.
El pintor terminó su pintura y abandonó el mundo.
Al día siguiente de concluir el cuadro, "el hombre se colgó por el extremo de una cuerda, sujeta a una gran viga".
Estremecedor y elemental como la vida misma.
José Mª Amigo Zamorano es el director de la revista 'Caminar Conociendo'.
LEIDO EN LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', NÚMERO 0-1 DE 1992 SIN PAGINACIÓN. AL PIE DE LA REVISTA APARECE LA FRASE DE JOSÉ HIERRO:
'ESPADAS DESNUDAS.
OJOS HERIDOS POR EL ALBA'
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